El silencio es el eje en el que se fundamenta la llamada “limpieza social”, la cual da cuenta de una sociedad que no tiene las herramientas necesarias para convivir. Un llamado al Estado y a la comunidad en general para que asuman y pongan punto final a esta violencia.
Varias preguntas se hicieron los investigadores de ‘Limpieza social, una violencia mal nombrada’, el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica y la Universidad Nacional de Colombia-Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), para poner sobre la mesa un tema del que poco se habla, con el fin de que se acabe el silencio, cese el fenómeno y se tejan lazos de convivencia para la nueva nación.
Aunque el estudio se centra específicamente en la ocurrencia de este delito en Ciudad Bolívar, en el sur de Bogotá, su objetivo es mostrar a través de este caso lo que acontece en otros lugares del territorio nacional. “El aniquilamiento social existe en Colombia, regado en numerosos puntos de su geografía”, señala enfáticamente.
“¿En razón de qué una práctica tan horripilante como la “limpieza social” goza de tanta aprobación? ¿Cómo explicar que ese ejercicio de exterminio y muerte se disemine entre ciudades y veredas, mientras el Estado enmudece y una parte de la sociedad aplaude?”, se preguntan los investigadores.
Según cifras del Banco de Datos del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), este fenómeno se ha presentado en 28 departamentos y 356 municipios de Colombia, con un saldo de 4.928 personas asesinadas a 2014. El estudio sostiene que el Cinep es la única entidad en el país que registra información sistemática sobre este hecho. Una muestra del mutismo general frente al grave delito.
“La mal llamada limpieza social”, de aquí en adelante nombrada como exterminio, aniquilamiento o matanza social, forma parte de esas corrientes de estigmatización que cruzan con persistencia la historia de la humanidad”, aseguran los expertos, y a reglón seguido ponen ejemplos que por desgracia abundan: personas contagiadas con lepra estigmatizadas y rechazadas en la antigüedad; judíos exterminados por el régimen nazi en la modernidad y de manera más reciente la población negra rechazada y segregada en Sudáfrica, su propio país.
En esos y otros hechos similares los principios sustanciales de la vida en comunidad y la vida de los individuos fueron destrozados sin que el Estado haya hecho uso de sus poderes para contener la situación y su reproducción. “Pese a la ocurrencia de 3.696 casos entre los años de 1988 y 2013 —un dato enorme en medio de las dificultades de su registro—, el Estado se abstiene de lanzar una política pública dirigida a detener su desborde. De las operaciones de aniquilamiento no se habla. No aparecen en los programas de gobierno, no forman parte de las campañas políticas, el congreso no las incorpora en sus leyes —salvo un debate a finales de la década de los ochenta. Tampoco son motivo de preocupación para las autoridades gubernamentales de los departamentos y los municipios, pese al mandato constitucional que pone sobre sus hombros la gestión de la seguridad. En Bogotá, ni siquiera el genuino interés por la vida, auspiciado por la política de cultura ciudadana, instaló el tema en la agenda pública”, señala el documento para el caso colombiano.
Otro rasgo que indica el informe sobre el aniquilamiento social, es el ejercicio de poder, de un poder déspota que lleva a que no haya una persona acusada sino una víctima. Un ser humano víctima de una supuesta justicia que es la más injusta de todas.
La identidad joven, como señalan los investigadores, es en este cuadro una de las principales víctimas como ha ocurrido en Ciudad Bolívar, la localidad donde se produce el mayor número de matanzas en Bogotá.
Difícil de esclarecer
Al mutismo de la sociedad, el Estado, la academia (son contadas las investigaciones académicas sobre este tema) y los sistemas de registro, se agrega un hecho más propiciado por ese mismo silencio, hermetismo y aprobación en algunos casos: la dificultad que se tiene para esclarecer las operaciones de exterminio social.
“Es en extremo difícil ubicar familiares y gente allegada a las víctimas dispuestas a narrar lo sucedido, en parte porque se fueron de la localidad —suelen ser amenazadas, forzando su abandono del barrio—, y en parte por miedo a las represalias”, explica el estudio.
Y continúa: “un rasgo de la matanza social es el anonimato que encubre a quienes la ejecutan; actúan y desaparecen, dejando huella de su presencia nada más que en los cadáveres exánimes tirados en la calle. Apenas en contadas ocasiones es posible dar cuenta de su identidad, convirtiendo el exterminio social en una modalidad de violencia cruzada por una enorme impunidad. De los 189 casos ocurridos en Bogotá, con saldo de 346 homicidios, se identificó la práctica en cuatro expedientes directos y seis de miembros del Bloque Capital. Un pequeño número que muestra con propiedad el mutismo que cruza la justicia”.
El panorama se completa, indica el informe, con el hecho de que los pocos casos en los que el homicidio cometido bajo la figura de “limpieza social” ingresa al trámite judicial, no califican el proceso. “Ella no existe en el código penal (no está tipificada), de tal suerte que nada agrega la captura por la comisión de un delito atroz, tantas veces cometido de manera sistemática. Queda en manos de juristas y penalistas la minucia del debate. Por lo pronto, la ausencia en la teoría y la práctica jurídicas repisa el silencio que envuelve al Estado”, asegura.
El otro elemento que dificulta el seguimiento y el castigo de “la limpieza social”, es la carencia de un sistema oficial de captura de información. Como indican los investigadores: “pese a que sucede aquí y allá, por épocas con marcada insistencia, ninguna entidad del Estado se ha ocupado de rastrearla y menos de registrarla. Una elocuente comprobación adicional del silencio estatal, esa pieza esencial del consentimiento social que arrastra su aprobación entre amplios sectores de la sociedad”.
Esto se demuestra con el hecho de que entre las instituciones encargadas de la contabilidad del conflicto violento no existe una categoría que capture la masacre social. La única aproximación la hace el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, que en 2005 incluyó en la categoría Circunstancia del Hecho, el indicador de “agresión contra grupos marginales o descalificados”.
El Dane, que también lleva registros de homicidio, se ciñe a la clasificación de causas de muerte de la OMS, con lo cual deja por fuera la posibilidad de que sea incluido el exterminio social. Y la Policía, otra institución con responsabilidad en la estadística criminal, no incluye la “limpieza social” en sus esquemas de representación del conflicto violento.
Así mismo, el estudio señala que la información de centros de investigación sobre la violencia social es igualmente precaria. “Las bases de datos que han sido desarrolladas se centran en el conflicto armado, prescindiendo del seguimiento de las violencias que tienen lugar en escenarios diferentes a la guerra, como la ciudad. Tanto el Estado como la sociedad permanecen presas del esquema que reduce el conflicto violento al conflicto armado, sustrayendo la atención sobre las violencias sociales —con mayor razón de una colmada de anonimato como el exterminio social—”.
La excepción, como se señaló, es el Cinep que desde 1988 registra “los crímenes de ‘limpieza social”. “La base de datos del CINEP es la información sobre derechos humanos más antigua del país, además de la única donde las operaciones de exterminio han tenido un lugar claro y sostenido a lo largo del tiempo”, resalta el informe.
El llamado
Con la radiografía expuesta, el equipo dirigido por Carlos Mario Perea insta al Estado y a toda la sociedad a no seguir mirando para un lado y a tomar medidas frente al exterminio social. En ese sentido señala que comprender el fenómeno significa diseñar una política pública que detenga su reproducción.
“No más que por este camino la acción estatal abriría el círculo donde ha de ser posible neutralizar la aprobación desprovista de todo riesgo, esa aprobación que no tiene ni censura ni reproche, mucho menos castigo. La condena, sin embargo, debe provenir de varios lados, de la Academia y del barrio, de los medios y de la sociedad”, aduce.
Así mismo, el equipo pide que el Estado nombre esta práctica en los códigos de la juridicidad, la introduzca en el debate público y político y la haga parte de los programas de gobierno. De igual forma, que la sociedad asuma su responsabilidad deteniendo “su propensión a tomar la justicia por mano propia dando desenlace a la privatización de la seguridad”.
“Más allá, la paz estable y duradera será posible mediante la recomposición de los nexos entre el Estado y la sociedad. El exterminio social revela el grado en que los diseños institucionales están incapacitados para dar forma a la convivencia toda vez que aflora el conflicto que entraña la vida en sociedad”, asegura.
Un crudo testimonio del estudio
“La cosa de la limpieza es así —me dijo—. Aquí de vez en cuando a alguien le roban algo. (…) Entonces nosotros llamamos a los vecinos y a la gallada, y nos ponemos a discutir. ‘Bueno pues hay que cazar a esa rata’. Nos ponemos de acuerdo en la hora y el día, siempre de noche, cuando no haya nadie, y entonces sacamos las capuchas, nos las ponemos y comenzamos a limpiar. A veces son los paracos los que nos llaman. Llegan con una lista y nos reunimos en el colegio con representantes de cada barrio a examinarla: ‘A fulanito sí se le puede matar, a este otro no’. Y luego salimos en combo. Uno de cada barrio, eso es muy importante. “Toño”, en la crónica “Pasamos la noche en Cazucá y descubrimos cómo opera la limpieza social” (El Espectador, 2014, febrero 27)”.